ÍNDICE
1. LA MORALIDAD Y LA LIBERTAD EN KANT
2. EL ORIGEN BIOLÓGICO DE LA LIBERTAD: UN RAZÓN
ANTROPOLÓGICA
3. EL ORIGEN METAFÍSICO DE LA LIBERTAD: UNA
REFLEXIÓN EN TORNO A HEIDEGGER Y LEVINAS
3.1.
LA
METAFÍSICA DE LA ALTERIDAD
3.2.
LIBERTAD
COMO CONSECUENCIA DE LA “NADA”
1. La moralidad y la
libertad en Kant
Este primer apartado pretende dar a conocer al lector en qué
consiste el pensamiento moral de Kant, atendiendo especialmente a las
ideas que pueblan las nociones kantianas de libertad y de autonomía.
Es preciso señalar que este primer capítulo no será una mera
descripción introductoria de la moral kantiana, pues también
pretende indagar e interpretar, de una forma más o menos subjetiva,
en los contenidos de dicha moral. Esta tarea interpretativa resulta
necesaria, pues sólo a través de ella podremos dar conocer ese
anhelado origen de la libertad que, con mayor o menor credibilidad,
encontramos en los autores que se estudian en este trabajo. Por
tanto, me he visto en la obligación de introducir primeramente a
Kant, para luego dar un mayor protagonismo a la antropología y
biología, así como a las doctrinas metafísicas de Levinas y
Heidegger. Pero reitero que estos últimos autores sólo podrán ser
estudiados a la luz del análisis moral kantiano, única forma de
adentrarse en el aparentemente inaccesible marco de lo suprasensible.
Así pues, es menester empezar la exposición de
este primer apartado adentrándonos en la idea de voluntad kantiana
que, unida a la noción del deber, servirán como introducción a su
concepción de libertad. En un primer momento, debemos atender a lo
que Kant llama buena voluntad.
Kant parte de un factum indudable: la existencia de lo práctico.
La existencia de las leyes prácticas no necesita siquiera una
demostración, puesto que es algo inherente a toda experiencia moral.
Teniendo en cuenta la naturaleza moral del hombre, esa experiencia la
encontramos en todo sujeto humano y, junto a ella, la leyes que la
determinan. En palabras de Kant: “Este
supuesto (que existan leyes prácticas) puede asumirlo
razonablemente, no sólo acudiendo a las demás demostraciones de los
moralistas más ilustres, sino al juicio ético de todo hombre que
quiera concebir esa ley con claridad”.
A partir de este razonamiento, podemos deducir que Kant piensa en la
moral y en sus leyes como una propiedad esencialmente humana. También
podemos presagiar hacia dónde lleva el pensamiento moral kantiano y
qué problemas o vacíos plantea. Me refiero a la persistencia de
Kant en pensar una moral que simplemente adviene, una reglamentación
que simplemente hallamos unida a nuestro ser, y cuyo comienzo se nos
escapa por completo. La ley moral conmueve de tal forma a nuestro
autor que se torna un ámbito metafísico cuyo origen se presenta tan
enigmático y sublime como el del propio cosmos: “Dos
cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y
crecientes, cuando con más frecuencia y aplicación se ocupa de
ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en
mí...” (C.R.P).
Dejando a un lado esta última consideración, y
retomando la idea de buena voluntad,
hay que señalar que Kant nos presenta esta noción como el criterio
último para juzgar los actos humanos. Es el valor absoluto de la
moralidad, pues el único bien en sí. El fin último del hombre es
alcanzar la moralidad y la buena voluntad. Kant no considera la
felicidad como el bien primordial. De hecho, el hombre, a diferencia
del animal, se le ha dotado de una capacidad racional que va más
allá de la búsqueda de una felicidad en la satisfacción inmediata.
Desde de mi punto de vista, entramos en otro aspecto importante que
determina la existencia de la libertad en un ser racional. La razón
no puede dirigir sus esfuerzos en alcanzar una felicidad que se le
presenta al instinto como una empresa mucho más factible y
necesaria. La razón implica autonomía, y ésta contrasta fácilmente
con la heteronomía propia de la naturaleza. Por tanto, se trata de
una segunda naturaleza que se impone leyes de índole muy diferente.
No obstante, todo esto queda mejor plasmado en la concepción
kantiana del deber,
muy unida a la mencionada idea de buena
voluntad. El deber nos sirve para
fundamentar una moral que no atiende a una búsqueda de la felicidad
inmediata. Se trata de una voluntad donde prima el deber
sobre cualquier inclinación. Hay que basar la moral en la
obligación, y debemos hacer el bien, no
por inclinación sino por el deber.
Vemos otro elemento que nos separa de lo natural en pos de lo
racional, y nos acerca al pensamiento de Levinas, tal y como veremos
en el tercer punto del presente trabajo. Se trata de actuar
moralmente no atendiendo a fines particulares, es decir,
absteniéndose de un sentimiento ulteriormente beneficioso o de un
fin preestablecido, sino una moral que se rija por la acción
desinteresada nacida de un sentimiento de respeto a la ley moral: Una
acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo
el influjo de la inclinación, y con esta todo objeto de la voluntad
no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es,
objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley,
y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con
perjuicio de todas las inclinaciones.
(F.M.C.) Se trata del deber considerado como una obediencia
a la ley. Sólo un ser racional puede
obrar según la representación de las leyes, y eso es lo que nos
difiere de lo no-humano: la voluntad. La voluntad es la razón pura
práctica, nuestra capacidad de actuar según principios. Y ha de
haber una norma universal que, sin atender a los efectos que de ella
se espera, determine a dicha voluntad. Norma que encontramos en el
imperativo categórico:
“obra sólo según una máxima tal que
puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”.
Detrás de esta norma que la razón misma se impone se esconde toda
una serie de implicaciones que culminan en la patencia de una
autonomía moral determinante y ,con ella, la constatación de la
libertad como una propiedad esencial del hombre.
Así pues, la razón crea para sí misma una ley.
La racionalidad de la ley es lo que caracteriza a la autonomía. La
voluntad es autónoma en tanto que puede crear la ley que ella misma
se impone, convirtiéndose así en legisladora de una ley universal a
la que se somete. La voluntad es autónoma y, por ende libre, no por
ausencia de leyes sino, muy al contrario, por regirse según una ley
racional que ella misma crea. Pero si lo determinante en la moral son
las reglas y teniendo en cuenta que las reglas son, de por sí,
coercitivas... ¿qué lugar ocupa aquí la libertad?¿tiene siquiera
cabida?. Pues bien, la libertad no sólo ocupa un lugar destacado,
sino que se presenta como el fundamento de toda la moralidad. De
hecho, Kant pretende demostrar la realidad de la moralidad a través
de la demostración previa de la existencia de la libertad. Necesita
también de la libertad para precisar el sentido real de la noción
de autonomía, una autonomía que se nos presenta como la
autodeterminación de la voluntad.
¿En qué consiste la libertad de la voluntad?. La
voluntad es libre en tanto que autónoma. Su libertad, por tanto,
consiste en la propiedad de ser una ley
para sí misma. Es libre debido a que
tiene la posibilidad de crear e imponerse una ley. Pero esto, en un
primer momento, puede parecernos contradictorio. Es evidente que una
ley implica siempre determinismo y, en consecuencia, ausencia de
libertad, y si la voluntad está determinada por leyes, parece,
entonces que, de ningún modo podría ser libre. Pero precisamente la
autonomía es la que logra salvar este escollo, en apariencia grave.
La libertad se presenta como una capacidad autónoma, de una voluntad
que puede determinarse así misma.
No necesita obrar atendiendo a estímulos sensibles u otras causas
externas, no necesita obedecer a la causalidad natural. Al contrario,
ahora encontramos otro tipo de causalidad, la causalidad
por libertad, exclusiva del ser
racional. En palabras de Kant: “Pues
bien, yo afirmo: que a todo ser racional que tiene una voluntad
debemos concederle necesariamente también la idea de libertad,
únicamente bajo la cual obra (...) , tenemos que atribuir a todo ser
dotado de razón y voluntad esta propiedad de determinarse a obrar
bajo la idea de su libertad”(F.M.C.)
Por tanto, Kant se ve obligado, como ya he
señalado antes, a demostrar la realidad de la libertad para luego
inferir la validez del principio supremo de la moralidad. Libertad y
moralidad se complementan, y no podemos utilizar uno de ellos para
justificar el otro, pues caeríamos en un círculo vicioso. Kant
propone otra solución: deducir ambas de nuestra naturaleza
inteligible. El hombre se encuentra
inevitablemente inmerso entre dos ámbitos bien diferenciados: lo
nouménico o mundo inteligible y lo fenoménico o mundo sensible. Se
trata del eterno debate de un ser trascendental empíricamente
determinado. Efectivamente, desde mi punto de vista, la libertad del
hombre nace de ese conflicto. Se trata de un ser biológicamente
determinado pero con una facultad que le encomienda a trascender. Esa
facultad, cómo no, la encontramos en la razón, única fuente de la
moralidad. La razón, tal y como nos demuestra el propio Kant, posee
un uso teórico pero también un uso práctico. La moral es una
experiencia que nace también de la razón. Nadie niega que no
necesitemos del sentimiento, pero sólo como condición de
posibilidad de una moral nacida en la dignísima facultad racional
del hombre. Nos compadecemos porque comprendemos
la situación marginal del otro. Por tanto, todo es producto de una
situación peculiar donde el ser racional ha de juzgar las acciones
de sus semejantes y las suyas propias. Está obligado a ello, y es
ahí donde radica su libertad. Es uno de los síntomas propios de un
ser que ha superado el nivel de lo instintivo, y se ha demarcado de
unas leyes de la naturaleza en pos de unas leyes propias. Un ser
metafísico con doble naturaleza, la biológica y la cultural. En
este trabajo pretendo demostrar que la libertad se origina en tres
niveles: uno antropológico, donde la dimensión cultural del hombre
nace de una evolución biológica que nos libera de lo instintivo, el
nivel de la alteridad, la libertad como un producto que surge en la
interrelación humana, y otro plenamente metafísico, donde se
produce la gran escisión entre el ser trascendental y el ser
cotidiano.
La temática que sigue está dirigida a solucionar uno de los
interrogantes que deja Kant en su obra: explicar cómo la libertad es
posible. No podemos conocer la libertad, pues es sólo una idea que
no se nos muestra en la experiencia empírica. Se trata de una razón
que está obligada a ser autónoma, a ser moral, a crear reglas, pero
que no puede dar cuenta de dónde procede dicha capacidad. Supongo
que se trata de una empresa demasiado difícil y arriesgada, más si
tenemos en cuenta que a la razón, por esencia libre, se le puede
presentar como contraproducente el preguntar por el origen de esa
capacidad. No obstante, voy a hacer un esfuerzo, con todos los
respetos hacia el propio Kant, por hallar cuál puede ser la raíz de
una razón que se conoce libre, y que trasciende de tal forma que su
naturaleza se presenta como distante, es decir, como contraria a la
ley natural. Somos el gran error de la naturaleza, pues ella nos ha
dado la capacidad de determinar nuestra voluntad según nuestra
propia ley, nos ha creado libres. Ahora se trata de dar respuesta a
ese gran interrogante: ¿de dónde nace nuestra libertad?.
2.El
origen biológico de la libertad: una razón antropológica
El siguiente fragmento puede servir de inicio y a
la vez de tesis central de este segundo capítulo: “La
existencia humana empieza cuando el grado de fijación instintiva de
la conducta es inferior a cierto límite; cuando la adaptación a la
naturaleza deja de tener carácter coercitivo; cuando la manera de
obrar ya no es fijada por mecanismos hereditarios.
En otras palabras, la
existencia humana y la libertad son inseparables desde un principio.
La noción de libertad se emplea no en el sentido positivo de
libertad para, sino en el sentido negativo de libertad de, es decir
liberación de la determinación instintiva del obrar”. (E.Fromm,
“el miedo a la libertad”).
El ser humano, en su esencia, comienza cuando se
produce la incursión de la libertad en la naturaleza. La razón es
libre de la determinación biológica propia del instinto. Si
contemplamos el resto de los seres vivos nos será fácil percatarnos
de la armonía que se manifiesta entre sus vidas y el entorno
natural. Sin embargo, el hombre, gracias a la facultad racional, es
libre en el sentido negativo de la palabra libertad: es libre del
estado armonioso y feliz que se da en el medio natural. Por eso dice
Kant que la moral no puede tener como objeto la obtención de la
felicidad, pues está se nos escapa por nuestra propia esencia. Somos
demasiado conscientes de nuestra realidad, somos demasiado únicos,
tenemos una autonomía que nos define. En definitiva, somos libres.
Pero reitero una vez más la pregunta: ¿cómo hemos llegado a ser
libres?. La evolución biológica, en un determinado momento, creó
una especie con una facultad racional distintiva. Un ser desprovisto
de la determinación instintiva, pero dotado de una conciencia plena
de su ser y de su mundo. Se trata de una especie que carece de un
aparato instintivo típico, lo cual repercute desde su nacimiento en
una debilidad: depende de sus padres durante un tiempo más largo que
cualquier otro animal y sus reacciones al medio ambiente son menos
rápidas y menos eficientes que las reacciones automáticamente
reguladas por el instinto. Pero, como bien señala Fromm, la
debilidad biológica del hombre es la condición de la cultura
humana. El hombre, y con él esa
segunda naturaleza que llamamos cultura (donde también encontramos
el ámbito de la moral), irrumpen en el mundo y se convierten en
elementos de choque, en fuerzas disarmónicas. La razón se convierte
en un elemento claro de trascendencia, y debido a esa condición,
también se torna una fuerza trasgresora. Esa trasgresión la
encontramos, junto a otros caracteres culturales, en la moral.
La moral nos distancia del animal, es una clara
condición de posibilidad de lo humano. Donde haya un hombre, en él
existirá la moral, como una consecuencia lógica de su situación de
libertad. El animal carece de esa dimensión moral, pues no tiene
capacidad intelectiva capaz de determinar una buena o mala acción.
De hecho, ni siquiera es libre en la acción, pues no puede actuar
según una determinación de su propia voluntad. La voluntad, tal y
como la concibe Kant, requiere de un espíritu que sea capaz de
determinarse según principios. La voluntad del animal es la voluntad
de la propia naturaleza. Sus acciones no son más que una cadena
ininterrumpida que se inicia con un estímulo y termina con un tipo
de conducta más o menos determinado, que elimina la tensión creada
por el estímulo. En este sentido, Schopenhauer se nos presenta como
un pensador muy clarividente al respecto, con su teoría de una única
voluntad animal, la voluntad de vivir:
“hay una tendencia exagerada a
perpetuar y a conservar la vida que no se deriva de un conocimiento
objetivo del valor de la vida, el impulso no se debe a ningún
conocimiento o fin, sino que parece que todos los seres son movidos
por una energía invisible” (A.Schopenhauer,
“el mundo como voluntad y
representación”).
Efectivamente, todos los seres se rigen por una
especie de ley invisible
que le lleva a obrar sólo para su supervivencia. Todos, excepto el
ser racional. Es en esta última modalidad de ser donde encontramos
una autonomía en la voluntad, una capacidad para determinar sus
propias leyes. De ahí que el hombre, en un acto que nos conduce a lo
sublime y, con él, a lo suprasensible, pueda ser consciente de las
implicaciones éticas de su acto. Puede darse el caso, como de hecho
se ha dado, de que un determinado sujeto juzgue una determinada
acción suya tan negativamente que llegue a suicidarse para pagar
la deuda que tiene consigo mismo. El
hombre ha roto la cadena que encontrábamos en el animal, y el
suicidio es una buena prueba de ello. Sus acciones no tienen que ir
obligatoriamente encaminadas a su supervivencia, y puede llegar a
primar determinados aspectos (de índole cultural y moral) por encima
de su propia vida. No persigue una ley pre-establecida, sino que
racionalmente puede ir más allá de las condiciones que impone el
marco de lo sensible, podemos trascender los impulsos de la
sensibilidad a través de leyes creadas desde y para la razón, y es
ahí donde radica verdaderamente la libertad.
Pero con este último razonamiento, únicamente hemos delimitado lo
que nos separa del género animal y de la propia naturaleza. También
hemos realizado una analogía entre libertad y razón. Pero ambas
surgen, en un primer momento, de una evolución biológica. Somos un
error de la naturaleza, pues no vamos en consonancia con ella. De
hecho, la hemos trascendido claramente. La cuestión ahora es: ¿cómo
se produjo ese error?.
Partimos del hombre como último eslabón en la
cadena evolutiva de determinado linaje, eslabón del que cabe decir
que, con él, la evolución orgánica se trasciende a sí misma,
dando lugar a la evolución cultural. Por tanto, el estudio del
evolucionismo biológico nos permitirá comprender mejor nuestra
dimensión antropológica, donde se inserta irremediablemente la
moral como un rasgo distintivo y trasgresor. Hay dos acontecimientos
que nos permiten comprender la emergencia de la razón como la
consecuencia de una evolución biológica: la teoría
de la evolución darwiniana y el
desarrollo de la genética.
Recientemente, se ha dado una convergencia entre ambos, originando
así la teoría sintética de la
evolución. Se ha demostrado
científicamente que las variantes genéticas (mutaciones) pueden
ser hereditarias. A este suceso hay que añadirle otro acontecimiento
que encontramos patente en la naturaleza: la selección
natural, un proceso que, tras la
aparición de las mencionadas variantes, opera con fuerza de
necesidad promoviendo la multiplicación de unas y la eliminación de
otras, según sean sus efectos adaptativos en los organismos de que
se trate. Dejando a un lado los detalles, podemos afirmar con
rotundidad que esta teoría de la evolución ha supuesto toda una
nueva visión del hombre y del concepto que nosotros tenemos del
mismo. Se trata de toda una revolución, tanto o más importante que
la revolución copernicana.
Es revolución darwiniana nos
ha abierto nuevos horizontes en nuestro afán de comprendernos a
nosotros mismos, de la misma forma que la revolución copernicana
permitía comprender el funcionamiento del universo en el que
habitamos. Darwin nos ha aportado una nueva visión, la del hombre y
la razón como un producto más o menos azaroso, condicionado por
leyes naturales que permiten la supervivencia a aquellos que
arbitrariamente han sido mejor adaptados. Y qué mejor adaptación
que una razón consciente de su existencia y, por ende, tan
transgresora que puede llegar a manejar o manipular el entorno que le
rodea. Un ser al que se le ha dado, como resultado de un desarrollo
biológico natural, la capacidad de crear su propia forma de
comunicación abstracta, sus propios dioses, su propia cultura, y su
propia moral. He ahí la razón que ha llevado a Habermas ha insistir
reiteradamente en la necesidad de armonizar o hacer compatibles a
Kant y Darwin. Sin embargo, he de admitir mi recelo a esa necesidad
de complementariedad que nos plantea Habermas.
Esta última discrepancia puede parecer incoherente, más si tenemos
en cuenta que he intentado una y otra vez determinar un origen
natural o biológico de la razón y la libertad humanas. El problema
que ahora planteo parte de una amenaza que se cierne sobre el hombre
moderno: el reduccionismo biológico acorde con el cientificismo
determinista propio de nuestra época. Se trata de la conciencia
reducida a cerebro, de la desaparición del hombre como espíritu o
de cualquiera otra consideración que invoque un sobrenaturalismo. No
podemos negar la evidencia: todo lo que es el hombre, en su esencia,
proviene de una raíz biológica. Ni siquiera la dimensión cultural
humana está exenta de una explicación biológica, como gran
exponente de una gran desarrollo natural que ha dado lugar a una
facultad racional muy superior a la instintiva. Pero, ¿acaso no se
está hablando aquí de un cerebro complejísimo, que ha propiciado
la existencia de una razón que, pese a esa determinación
fisiológica, ha llegado a trascender de tal forma que supera
ampliamente el marco de lo físico? ¿¿no es esa precisamente la
tragedia en la que el hombre se ve inevitablemente inmerso? ¿no
consiste su libertad precisamente en este hecho?.
Darwin nos ha proporcionado las bases para
determinar cuál es el origen de nuestra condición humana, el motivo
real que originó en una especie muy peculiar el sentimiento de ser
rechazados por la madre naturaleza. “La
naturaleza es madre en el nacimiento, pero madrastra en el querer”,
dijo Lompardi. La razón, ese don natural, adquirió una oscura
conciencia de sí mismo como de algo que no se identifica con la
naturaleza. Como afirma Fromm, “Cae en
la cuenta de que le ha tocado un destino trágico: ser parte de la
naturaleza y sin embargo trascenderla”.
En es en ese momento, cuando la razón se conoce como libre, y se
determina a sí misma. Esa es precisamente la idea de libertad
kantiana. Ya no es la naturaleza la que dictamina el comportamiento,
como lo hace con el resto de seres naturales, sino que la naturaleza
racional del
hombre se impone y crea sus propias leyes. El hombre, tal y como lo
concibe Kant, se sitúa entre dos polos, entre dos mundos
diferenciados: el sensible y el inteligible. Y de esa separación, de
la tragedia de un ser cuya condición metafísica nace de lo físico,
surge la libertad: “Pues ahora ya
vemos que, cuando nos pensamos como libres, nos incluimos en el mundo
inteligible, como miembros de él, y conocemos la autonomía de la
voluntad con su consecuencia, que es la moralidad; pero, si nos
pensamos como obligados, nos consideramos como pertenecientes al
mundo sensible y, sin embargo, al mismo tiempo, al mundo inteligible
también”. (F.M.C)
A través de toda esta reflexión en torno a la
raíz biológica de la libertad y la moral, se nos presenta otra
cuestión que no debemos desdeñar. La evolución nos has
proporcionado los mecanismos que nos permiten identificarnos como
seres libres. Desde la perspectiva kantiana, la libertad supone una
capacidad autónoma de determinar nuestra propia voluntad a través
de leyes que ella misma crea. Nuestra libertad consiste en imponernos
nuestras propias restricciones. Sin embargo, esa capacidad de la que
nos habla Kant, esa autonomía y esa libertad, ¿están ya impresas
en los mecanismos que nos proporciona la evolución?. Si es así,¿cómo
se manifiesta?. La razón necesita de una dimensión cultural, de una
lingüística y una abstracción conceptual que sólo encontramos en
el marco de esa segunda naturaleza: la cultura. Ella es la que sitúa
a la razón en un plano metafísico. Si, como hemos señalado, la
razón es el resultado de un proceso evolutivo, y esa razón está
unida a un plano trascendental, ¿existe la posibilidad de un origen
metafísico de la libertad?. A esa pregunta es a la que pretendo
responder en el siguiente y último apartado.
3. El origen metafísico
de la libertad. Una reflexión en torno a Heidegger y Levinas.
En
el anterior capítulo he incidido en el desarrollo biológico como
una condición de posibilidad que permite la emergencia de la
libertad tal y como la conoce Kant. Pero, como ya he dicho antes, el
problema de la libertad va más allá de un mero reduccionismo
biológico. La explicación evolutiva, desde mi punto de vista, es
una condición necesaria pero no suficiente. Kant considera que el
mero hecho de preguntar de dónde surge la libertad es, de por sí,
una cuestión contraproducente. Sencillamente, Kant la considera
indemostrable, pese a admitirla como una suposición necesaria. Así
pues, no podemos pretender hacer un análisis meramente científico
de la libertad, atendiendo sólo a la facultad que la hace posible.
Es conveniente recordar que la idea kantiana de libertad va asociada
a un ámbito claramente moral, y que esa moral es una creación
propiamente humana. La moral y todas las connotaciones que a ella van
asociadas (la compasión, el deber, el arrepentimiento, el
enjuiciamiento de las acciones, etc.) pertenecen a esa segunda
naturaleza que, aunque nazca de la primera, la trasciende y se
reconoce como distinta. Esa segunda naturaleza es la
razón, tal
y como la concibe Kant. Es el hombre el que posee esa naturaleza
inteligible, obedeciendo a leyes autónomas basadas únicamente en la
razón. Pero el propio Kant reconoce que el hombre también pertenece
al mundo sensible, lo que le obliga también a acatar las leyes de la
naturaleza. Sólo si el ser humano es capaz de aprehender a la vez su
“yo” como inteligencia y como sensibilidad, podrá, entonces,
considerarse libre y sentirse obligado por leyes morales. Así pues,
la libertad surge cuando el hombre toma conciencia de su condición,
cuando se ve a sí mismo como un ser trascendental en disonancia con
una naturaleza a la que trágicamente se halla encadenado. En una
sola frase: la libertad es la idea que surge de un razonamiento
metafísico.
Desde
esta nueva teoría, quiero dar a conocer dos posiciones que, si bien
no nos aportan una solución definitiva, sí que nos proporcionan una
cierta explicación al impactante nacimiento de la libertad en el
ser. El problema es que, más que una solución, puede parecer una
complejización, más si tenemos en cuenta que trata de dar
respuestas metafísicas. No obstante, y en defensa de estos autores,
podemos recurrir a razonamientos como el de Gádamer: “Lo
racional de tales experiencias es justamente que en ellas se logra
una comprensión de sí mismo. Y se pregunta si la razón no es mucho
más racional cuando logra esa autocomprensión en algo que excede a
la misma razón”
. (Mito y Logos, 1981)
3. 1. La metafísica de la alteridad
El pensamiento de Levinas se centra en la relación que
el “yo” se establece con lo “otro”, siendo éste último la
causa de aquel. Dicha relación contiene implícitamente una cantidad
notable de implicaciones ontológicas a las que no atenderé en este
trabajo por razones obvias. Lo menester ahora es concretizar y
extraer únicamente un contenido filosófico que, en torno a la idea
moral de alteridad, permita determinar cómo acaece la libertad en el
hombre.
Levinas
fue un pensador cuyas raíces judías estaban muy presenten en toda
su concepción filosófica del mundo. El judaísmo es una corriente
que privilegia la ética como un valor fundamental, convirtiéndola
en el eje central de toda su sabiduría. En Levinas, encontramos esa
defensa ferviente de la moral como un principio justificador de la
existencia. Es en la relación donde encontramos el sentido de la
racionalización y, por tanto, el propio sentido de lo humano. Es el
“otro” el que hace surgir en el “yo” la conciencia que, de
entrada, es ya moral. “lo humano” surge como una obligación y
compromiso con el otro que despierta la conciencia, ya moral, en el
yo. En cierto modo, aquí se está hablando de una de las modalidades
del imperativo categórico: “obra de
tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la
persona de cualquier otro, como un fin al mismo tiempo, y nunca como
un medio”
(F.M.C.). Lo que nos averigua Levinas es que esa ley que la voluntad
se construye para sí misma nace de una situación fáctica. Se trata
del cara-a-cara
con el otro, del acontecimiento metafísico de la alteridad. En tanto
que existe el “otro” que me interpela, existe la moral y existe
mi libertad. Yo actúo por el deber moral porque de hecho soy un ser
racional existente que se conoce a sí mismo a través del “otro”.
Hemos llegado otra vez a la explicación dual kantiana. Soy de una
naturaleza racional, pero pertenezco a un entorno sensible, y es en
ese entorno donde accedo fácticamente al “otro”. El “ego”
(yo) es libre en tanto que existe un “alter ego”(otro yo). Por
tanto, y en comparación con el argumento evolutivo, hemos dado un
paso más, un salto cultural y filosófico. Ahora nuestra
responsabilidad con el otro, que es un acontecer apriorístico, se
torna anterior a la libertad. Es a priori puesto que surge antes de
toda reflexión, como seres socialmente determinados desde el
nacimiento. Es el otro el que marca la pauta de nuestra existencia,
dejando de ser un medio de supervivencia, como ocurre en el resto de
los seres vivos. Nuestra identidad la configura nuestra relación con
los otros. Estamos obligados a seguir pautas morales y a determinar
las consecuencias de las acciones ajenas. Somos capaces de considerar
al otro un fin, es decir, podemos admitir su subjetividad particular
y actuar por él mismo sin atender a nuestros propios intereses.
Kant
estableció un nexo importante entre libertad y autonomía. Existe,
como ya se dijo al principio del trabajo, una causalidad por
libertad, exclusiva de la voluntad de los seres razonables. Se trata
de una legalidad que la razón misma crea para sí. Ahora bien,
Levinas establece una condición para que pueda darse ese fenómeno:
la exhortación moral que proviene del “otro”. El “otro”
representa un espejo sin el cual no hay una imagen reflejada de
nuestro ser. Sin la motivación del alter
ego jamás
seríamos libres. Es más, ni siquiera podríamos conceptualizar
nuestra realidad ni aportar sentido alguno a la misma. En palabras
del propio Levinas: “El recibimiento
del “otro” es el comienzo de la conciencia moral. Su existencia
justificada es el hecho primero, el sinónimo de su perfección
misma. Y el “otro” puede investirme e investir mi libertad por sí
misma arbitraria, es porque yo mismo puedo sentirme, a fin de
cuentas, como el “otro” del “otro””.
(E.
Levinas
,“Totalidad e infinito” )
3.2. Libertad como una consecuencia de la “nada”.
En este último capítulo voy a comentar unas cuantas
ideas heideggerianas a propósito de la libertad, que él plantea
como una consecuencia necesaria de la patencia en el ser de la
“nada”. Aunque se trata de una teoría metafísica interesante,
ésta está dotada de un grado de dificultad elevado, más si tenemos
en cuenta el inusual estilo con el que Heiddeger expone sus tesis.
Por tanto, me centraré, sin ahondar demasiado, en un ensayo
titulado “Qué es metafísica” y en su obra central “Ser y
tiempo”.
Para
Heidegger, todo arranca de la nada, y la nada está en el corazón
del ser. Pero, ¿de dónde surge en el ser la pregunta por la nada,
es decir, cuando se concibe así mismo como una nada?. Surge del
sentimiento de la angustia:
“en la angustia nos sale al paso la nada a una con el ente en
total”. La nada surge en la angustia, un sentimiento que se
manifiesta en el ser cuando éste toma conciencia de la caducidad del
ente. Y ese fenómeno, esa angustia conlleva en el ser una sensación
extrañamiento.
Volvemos al razonamiento que encontrábamos en el segundo capítulo
de este trabajo: el ser, con su distinción racional, toma distancia
con respecto a la naturaleza, sintiéndose un ser ajeno, extrañamente
diferenciado y consciente de sí mismo. Es en ese momento cuando se
origina la trascendencia del ser, con lo que éste se torna autónomo
y nace la libertad.
El
problema ahora es que Heidegger no hace uso de un argumento
científico, es más, lo rechaza tajantemente: “la
ciencia abandona la nada con indiferencia desde su altura como
aquello que no hay”.
La moral, y con ella la libertad, tal vez tengan un origen biológico,
tal y como antes intentaba demostrar, pero eso no basta para explicar
su advenimiento. Es necesario dar un paso más, percatarnos de
nuestra privilegiada condición, y dejar paso a la angustia propia de
un ser autónomamente reglado. Según Heidegger, para comprendernos y
sentirnos libres necesitamos la experiencia interna de la “nada”:
“sin la originaria patencia de la
nada no hay mismidad ni hay libertad”. El
ser se comprende a sí mismo como único, y reconoce en los otros sus
respectivas identidades. Ante esa situación, ha de crear una moral y
una ética, pues se trata juzgar a seres demasiado inteligentes,
tanto que no sólo poseen un miedo instintivo ante la muerte, sino
que son capaces de comprender el proceso y reconocerse como entes
caducos. Otra vez tenemos aquí también la dualidad: el ser es nada,
pero además la razón puede acceder a esa verdad, sintiéndose por
ello “angustiosamente” libre. La moral es precisamente el ámbito
donde encontramos esa confrontación, donde la razón se alza sobre
lo empírico. Pero, como descubrió Kant, ese acto de trascendencia
consiste en hallar la fórmula correcta para actuar precisamente en
el mundo empírico. En eso consiste realmente la libertad, y todo lo
dicho hasta aquí son sólo vagos intentos de explicar ese hecho
claramente palpable.